La Cruz
Homilía del
P. Carlos Miguel Buela, IVE
Fundador del Instituto del Verbo Encarnado
La sabiduría de la cruz era la sabiduría que atrajo al sacerdote. Percibió, en medio de la confusión, que sólo en la escuela de Cristo se le enseñaría la maravillosa y única lección de la Cruz. Se dio cuenta de que la cruz era una locura a los ojos del mundo, pero, levantando los ojos hacia Cristo en la cruz, comprendió que la locura de Dios era más sabia que la sabiduría de los hombres (1 Cor 1,25).
Entonces pensó: «Si el Verbo se hizo carne, si el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, por amor a los hombres, se encarnó en el seno de la Santísima Virgen; si Él, el Hijo de Dios, me enseñó que el verdadero camino está en la Cruz, y no puede equivocarse, porque Él mismo lo dijo: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24), entonces no hay otro camino para la santidad que el camino de la cruz.» Entonces, al levantar los ojos, vio al Hijo en aquella cruz, con los brazos extendidos, como abrazándole a él y a toda la humanidad, y con los pies clavados, como esperándole a él y a toda la humanidad, y se dio cuenta de que Cristo no se contentaba con enseñar, sino que primero daba ejemplo, y a partir de entonces, el sacerdote no quiso saber nada más que de Jesucristo, y de éste crucificado (1 Cor 2,2).
Así fue como la Cruz de Cristo le robó el corazón, le conquistó, le entusiasmó, y lanzó al sacerdote a la mayor aventura que puede darse al hombre mientras vive en la tierra: la entrega total de sí mismo a Dios. Por eso no hay nada más hermoso sobre la faz de la tierra que un corazón sacerdotal, un corazón que se entrega a Dios con un amor indiviso e irrestricto.
Entonces, porque se enamoró de la cruz, se comprometió con ella y, más aún, la desposó. Todo verdadero sacerdote se desposa con la cruz, y por eso está acostumbrado a sufrir en su vida sacerdotal: la vocación sacerdotal no es una vocación para pasarlo bien, sino para pasarlo mal, porque en ella debe sufrir incomprensiones, difamaciones, ingratitudes y persecuciones. Le llevará muchas veces hasta las lágrimas, porque, como dice san Juan de Ávila, los sacerdotes son «los ojos de la Iglesia, cuyo deber es llorar todos los males que vienen al cuerpo», como lloró Jesús en la cruz.
A veces, el dolor y el llanto llegan incluso sin que el sacerdote quiera. Recuerdo que en mis primeros años de sacerdote habíamos organizado un Vía Crucis viviente el Viernes Santo al que acudió mucha gente. Aquel sábado me senté desde por la mañana en el confesionario; estuve allí más de 11 horas, haciendo algunos pequeños descansos. Al día siguiente, solemnidad de Pascua, hubo muchas confesiones y, además, tuve que celebrar tres misas con tres homilías. A mediodía podía ir a casa a comer con mis padres y mis hermanos. Más tarde volví a la parroquia para la misa de la tarde, cogí el autobús de las 5:30 que salía del parque y, en un momento dado, me di cuenta de que se me habían caído las lágrimas de los ojos. Inmediatamente me serené, y reflexioné sobre qué cosa había provocado aquellas lágrimas furtivas y no deseadas; me di cuenta de que eran todos los pecados que había escuchado aquellos días pasados y todo el sufrimiento de aquellas almas, pues no hay mayor castigo para un pecador que el propio pecado en el momento en que experimenta la ternura de Dios. En otro momento, esto sucedió cuando murió uno de nuestros religiosos, el seminarista Marcelo Javier Morsella. Tuve que serenarme delante de los seminaristas -pues aquellos seminaristas ya habían sufrido demasiado con su muerte y no necesitaban que se añadiera otro dolor a sus lágrimas- y por eso tuve que contener las lágrimas. Sin embargo, por la mañana me di cuenta de que mi almohada estaba mojada, porque durante la noche, mientras dormía, lloré lo que no pude durante el día.
Es la Cruz la que da al sacerdote audacia y valor. Es la Cruz la que hace posible que una sonrisa brote siempre de sus labios a pesar de estar él mismo lleno de cicatrices, y que una risa cristalina sea la rúbrica de sus obras. Es la Cruz la que da al sacerdote sed de grandes cosas. Es la Cruz la que le despierta para la misión, de tal manera que el mundo, este y oeste, norte y sur, se hace pequeño para los deseos de su corazón. La Cruz le impulsa a grandes gestas, y a gestas que pueden ser incluso épicas.
Finalmente, quiero hacer una última reflexión, y es con respecto al pueblo: Dios no elige un sacerdote de una familia al azar; Dios no elige un sacerdote de un pueblo al azar. La elección es una gracia para esa familia, para ese pueblo y, como tal, es una elección hecha libremente por el amor infinito de Dios. Don Orione decía que «la familia de un sacerdote se salva hasta la tercera y cuarta generación».