Así, como en el sistema planetario, todo gira alrededor del sol, en el orden de la gracia, todo gira alrededor de la gracia de la cruz de Cristo, el Sol de justicia.
Nada hay en el mundo más grande que Jesucristo, y nada hay en Jesucristo más grande que su cruz:
- En Ella Dios nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos (Ef 1, 3);
- en Ella Dios nos eligió antes de la constitución del mundo (Ef 1, 4);
- en Ella Dios nos predestinó a la adopción de hijos suyos (Ef 1, 5);
- en Ella Dios nos otorgó gratuitamente la riqueza de su gracia que sobreabundantemente derramó sobre nosotros (Ef 1, 6);
- en Ella tenemos la redención por su Sangre, la remisión de los pecados (Ef 1, 7);
- en Ella recapituló todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra (Ef 1, 10);
- en Ella hemos sido declarados herederos (Ef 1, 11);
- en Ella somos alabanza de su gloria (Ef 1, 12).
Así como desde la cruz atrae a todos los hombres hacia sí, así, desde la cruz, atrae Cristo a los que tienen vocación. La fuente de toda vocación a la vida consagrada en la Iglesia es la cruz de Cristo.
Así, un día, todo sacerdote se sintió atraído por la cruz de Cristo.
Y ¿cuál es la causa de esta atracción? La causa es que todo lo que el mundo tiene por despreciable, Cristo lo llama agradable (pobreza, persecución, obediencia, pureza), y todo lo que el mundo tiene por agradable, Cristo lo considera despreciable. Todo sacerdote, un día:
Percibió -aún en confusoque sólo en la cruz de Cristo se enseña la lección maravillosa y única del dolor sufriente.
Se dio cuenta que la cruz es locura a los ojos del mundo, pero alzando los ojos a Cristo crucificado, comprendió que la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres.
Y pensó: si el Verbo hecho carne me enseñó el camino de la cruz: si alguno quiere seguirme (Lc 9, 23) debo seguirlo; más aún, alzando los ojos lo vio con los brazos extendidos -como abrazándoloy con los pies clavados -esperándolo-, dándose cuenta que no sólo enseñó, sino que dio ejemplo; y de allí en más, no quiso saber nada fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado (1Cor 2, 2).
Y así fue como la cruz de Cristo le robó el corazón, y lo conquistó, y lo entusiasmó, y lo arrojó a la aventura más grande que es dada vivir al hombre sobre la tierra: la entrega total a Dios. Por eso no hay cosa más hermosa sobre la tierra que un corazón sacerdotal. Un corazón que se entrega al Señor con amor irrestricto e indiviso.
Y porque se enamoró de la cruz, se amadrinó con Ella, más aún, se desposó con Ella. Todo auténtico sacerdote se desposa con la cruz.
Es la que le da audacia infatigable y coraje a toda prueba. Es la que hace posible que, aun cocido de cicatrices, una sonrisa brote siempre de sus labios y una risa cristalina sea la rúbrica de sus obras. Es Ella la que da al sacerdote sed de cosas grandes. Ella es la que enardece a la misión, de tal manera que el mundo, Oriente y Occidente, Norte y Sur, resulte pequeño para las ansias de su corazón.
Ella lo lanza a grandes gestas, y a gestas que pueden ser épicas.
Ella lo lanza a ser misionero por los caminos del mundo, lejos de su pueblo, lejos de su Patria, lejos de su familia. Eso es don de Dios; pero es también tarea que todo sacerdote debe hacer. No es al azar que brota un corazón sacerdotal en una familia, en un pueblo…
Recemos siempre por los sacerdotes, para que digan continuamente: En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! (Ga 6, 14).