Ministros de la Sangre

La efusión de la Sangre de Cristo expresa el Misterio mismo de la Pasión de Cristo, obrada justamente por el derramamiento de su sangre.

1. Santa es esa sangre

Es sangre inocente (Mt 27, 4), como confesó Judas.

Es una sangre preciosa (1Pe 1, 19) dice Pedro, con la que hemos sido rescatados.

2. Es sangre que nos salva

Por su sangre tenemos la redención (Ef 1, 7).

Hemos sido adquiridos por su propia sangre (Ro 5, 9).

Es (Cristo) sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre (Ro 3, 25); Con su sangre compró para Dios hombres de toda raza (Ap 5, 9).

3. Es sangre que nos reconcilia

Dios reconcilió… todas las cosas… haciendo la paz mediante la sangre de la cruz (Col 1, 20).

La sangre de Cristo purifica nuestra conciencia (Heb 9, 14).

La sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado (1Jn 1, 7).

Nos ha lavado con su sangre de todos los pecados (Ap 1, 5).

4. Es sangre que nos da esperanza

Tenemos plena seguridad de entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús (Heb 10, 19).

5. Es sangre que nos da el triunfo

Ellos vencieron al Dragón gracias a la Sangre del Cordero (Ap 12, 11). Por eso se nos enseña en Ap 19, 13 que el Verbo Encarnado: viste un manto empapado en sangre.

Todo ese misterio, este grandísimo misterio de la Pasión, de la sangre preciosa, de la preciosísima sangre, se actualiza y perpetúa en cada altar: Porque este es el cáliz de MI SANGRE, SANGRE de la Alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros… (Lc 22, 20).

Esa «sangre inocente» derramada cruentamente en Getsemaní, por los azotes, en la coronación de espinas, en la crucifixión, del costado atravesado, del cual salió sangre y agua (Jn 19, 34).

Esa misma sangre, y no otra, es la que se transustancia en el cáliz perpetuando así el único sacrificio Redentor.

Llamaba Santa Catalina de Siena a los sacerdotes «ministros de la sangre».

No somos ministros de palabras vacías que se las lleva el viento.

No somos ministros de gestos huecos que no tienen eficacia alguna.

No somos ministros de ningún pasajero temporalismo mesiánico que promete todo y no da nada.

No somos cañas quebradas agitadas por cualquier viento, ni pabilos humeantes incapaces de dar luz.

No somos acequias sin agua, ni soles sin color ni brillo, ni cuidadores de piezas de museo valiosas pero vetustas.

No somos como los falsos profetas de que habla Jeremías, que son «puro flato».[1]

¡Somos los que le tomamos el pulso al mundo!, porque somos ¡ministros de la Sangre!


[1] Cfr. Jr 23, 16: «lo que dicen son producto de su imaginación».

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