1. Somos eco del Corazón de Cristo
Todo bautizado debe ser el eco de todos los dolores y todos los amores de Jesús. Con mayor razón lo es el sacerdote. En el eco de su corazón deben resonar, solemnemente, los dolores y los amores, todos, del Corazón del Esposo.
Esa es una de las razones por las que Jesucristo les dice: «estoy aquí, quiero encarnarme místicamente en tu corazón. Yo cumplo lo que ofrezco; he estado preparándote de mil modos, y ha llegado el momento de cumplir mi promesa: recíbeme. Tomo posesión de tu corazón, no dándome tú la vida, sino dándola yo a tu alma».[1] Así se manifestaba Jesús al alma de quién quería viviese el sacerdocio espiritual y fuera espiritual víctima. Me refiero a la Venerable María de la Concepción Loreto Antonia Cabrera Arias Lacaveux Rivera de Armida[2], quien nació en San Luis Potosí, México, en 1862 y murió en México (DF) en 1937 siendo sepultada en San José del Altillo (DF) y fue hija, novia, esposa, madre, viuda, abuela, fundadora, mística, escritora, apóstol infatigable de Jesucristo. Fue declarada Venerable por Juan Pablo II el 20 de diciembre de 1999, en Roma.
Jesús le enseña a santificar todos los momentos del día y todos los días del año: «tienes contigo a la Sacrosanta Víctima del Calvario y de la Eucaristía: en unión conmigo, ofrécete y ofréceme cada instante al Eterno Padre con el fin tan noble de salvar las almas y de darle gloria» (21 de junio de 1906).[3] Tenemos que recordar que la Eucaristía es, a la vez, sacrificio y sacramento: «Tiene razón de sacrificio en cuanto se ofrece; y de sacramento en cuanto se recibe».[4]
Enseña el Concilio Vaticano II: «pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y de cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en “hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo” (1Pe 2, 5)».[5]
Jesús para lograr que el alma consagrada ofrezca incesantemente todo a Él, le enseña a rezar lo siguiente: «le pide que repita sin interrupción con una intención de inmolación voluntaria: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”».[6] Subrayemos que debe ser con intención voluntaria de ofrecer sus sacrificios espirituales inmolándose a sí mismo en esa intención. Todavía le aclara más: «ofrece con tu cuerpo y tu sangre, tu alma y tu corazón, tus potencias y tus sentidos, tu vida y tu muerte… las almas de tus hijos, ofrece a la Iglesia, a los sacerdotes, a todos los justos y a los pecadores, y a Mí mismo junto con todo esto, en cada minuto, en cada respiro, siempre, siempre, porque ésta es tu misión espiritual sobre la tierra» (23 de febrero de 1909).[7] ¡Bellísimo programa!
En cada momento y siempre ofrecer:
1º. A Jesucristo mismo, divina Víctima;
2º. A la Iglesia, a los sacerdotes, a todos los justos y a todos los pecadores;
3º. A uno mismo con nuestro cuerpo y nuestra sangre, nuestra alma y nuestro corazón, nuestras potencias y nuestros sentidos, nuestra vida y nuestra muerte, nuestros parientes, familiares y amigos.
«Quiero hacerte eco de todos mis dolores, eco de todos mis amores» (10 de septiembre de 1927).[8] Repite lo mismo a cada alma consagrada el dulce Esposo, Jesucristo. ¡También a ti te lo repite de mil formas!
¡Aunque hayas perdido mucho tiempo! ¡Aunque todavía te sientas enredado con cosas del mundo! ¡Aunque te parezca imposible adelantar en el camino de la santidad! ¡Aunque lo hayas intentado un millón de veces sin éxito!
¡Los sacerdotes deben ser el eco privilegiado de todos los dolores y amores del Divino Esposo! Son ‘alter Christus’. Hay que aprender de la Virgen, que es el eco supremo de los amores y dolores de Jesús.
2. La Virgen María nos da ejemplo
«María, la creatura que más se ha transformado en mí, repetía en su interior: esto es mi Cuerpo, esto es mi Sangre, pero ¡con cuán grado de perfección!, ¡con cuanto derecho de repetir esas (palabras grandiosas)! ¡Con cuán grande y abundante unión y compenetración…!» (21 de marzo de 1917).[9] Ella fue la que dio carne de su carne y sangre de su sangre para que el Hijo de Dios se hiciese hombre. ¡Y sólo Ella!
«Cada vez que María, mi Santísima Madre, sentía el dolor de mi ausencia bajo cualquier forma, inmediatamente lo ofrecía al Padre para la salvación del mundo y de la Iglesia naciente. Este apostolado del dolor en Ella, en el tiempo de su soledad, fue el más fecundo e hizo descender del cielo una lluvia de gracias. Del mismo modo tú: has comenzado una nueva etapa de tu vida, que será un reflejo de la de María. Tienes que imitarla sin dejar que se pierda sufrimiento alguno, que unido al suyo y al mío adquirirá valor. De este modo haces sobrenatural todos tus dolores de la soledad para obtenerles fecundidad en favor de tus otros hijos tuyos» (21 de marzo de 1917).[10] No hay que dejar que se nos pierda sufrimiento alguno, debemos saberlos cuidar con suma paciencia, sin queja voluntaria, incrementarlos con la inmolación voluntaria y permanente y con universal intercesión hacerlos fecundos para provecho de todos, en especial, los pobres, los pecadores y los enemigos.
Cuenta San Ignacio de Loyola en su Diario espiritual: «Al preparar el altar, y después de vestido, y en la misa, con muy grandes mociones interiores, y muchas y muy intensas lágrimas y sollozos; perdiendo muchas veces la habla, y así después de acabada la misa, en muchas parte de este tiempo de la misa, del preparar, y después, con mucho sentir y ver a Nuestra Señora mucho propicia delante del Padre, a tanto que en las oraciones al Padre, al Hijo, y al consagrar suyo, no podía que a ella no sintiese o viese, como quien es parte o puerta[11] de tanta gracia, que en espíritu sentía. Al consagrar mostrando ser su carne en la de su Hijo con tantas inteligencias, que escribir no se podría».[12]
También debemos hacerlo por quienes cumplen una misión importante en la Iglesia de Jesucristo: «ofrécete en oblación por mis sacerdotes; únete a mi sacrificio para obtenerles gracias. Por la unión especial que tienes con mi Iglesia, tienes el derecho de participar de sus amarguras, y tienes el sacro deber de consolarla (a la Iglesia), sacrificándote por sus sacerdotes» (24 de septiembre de 1927).[13]
3. Voto de víctima[14]
Al decir que el sacerdote, la religiosa, el bautizado, según su propia condición, a fin de alcanzar la perfección, deben ofrecerse cada día con Cristo como víctimas, aceptando generosamente las contrariedades que, según la divina Providencia, les están reservadas, no queremos significar el voto de víctima. Sólo bajo la inspiración del Espíritu Santo las almas muy generosas se ofrecen con este elevadísimo voto, a la justicia divina o al Amor misericordioso de Dios a aceptar todos los dolores que Dios juzgue convenientes, para satisfacer por los pecadores y por su conversión. Imitan en esto a San Juan de la Cruz.
No es raro que sobrevengan grandísimos dolores, enfermedades, persecuciones. En consecuencia, no se ha de hacer semejante voto a no ser por una inspiración especial del Espíritu Santo. De otra suerte podría alguien adelantarse por una vía dolorosísima a la que no es llamado y en la que tal vez no podría soportar las penalidades concomitantes si emitió tal voto por presunción.
Por el contrario, previendo Dios que tal persona tendrá más tarde enormes dolores, por ejemplo, una dolorosa enfermedad que ha de soportar con gran paciencia, le inspira en particular se ofrezca como víctima de amor, para que así su paciencia sea incomparablemente más meritoria (como ofrecida por voto) para la conversión de los pecadores.[15]
¿Cuál es la materia del voto de víctima? El que hace este voto promete a Dios aceptar (o no rechazar deliberada o voluntariamente) todo sacrificio leve o grave, relativo al alma (v. gr., privación de consuelo sensible en la oración) o al cuerpo, a la fortuna o a la reputación o fama siempre que entendiere suficientemente ser ésta la voluntad de Dios. Voluntad adorable y divina que se manifiesta en los sucesos o circunstancias que declaran las disposiciones de la Providencia, tales como la muerte del padre, de la madre, de los hermanos o hermanas, de los amigos; calumnias; deshonor; persecuciones; etc.; se manifiesta también por la voluntad de los superiores que representan a Dios.
Este voto, sin embargo, no impide el ejercicio de la virtud de la prudencia. De ahí que no es obrar contra él si racionalmente se toman prudentes precauciones para evitar el mal.
De manera positiva se podría expresar con la «tercera manera de humildad» de San Ignacio en los Ejercicios: «por imitar y parecer más actualmente a Christo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Christo pobre que riqueza, oprobios con Christo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Christo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo» [EE 167].
Aquel, pues, que hace voto de víctima promete a Dios no entristecerse deliberada y voluntariamente de haber hecho el voto, fueran cualesquiera las consecuencias. En esto estriba precisamente la heroicidad. El consentimiento plenamente deliberado y voluntario en la tristeza por haber hecho el voto sería culpa mortal; si, por el contrario, no es plenamente voluntario, sería pecado venial. En esto se evidencia la perfección de este voto, que no se ha de permitir sin una inspiración especial del Espíritu Santo.
Además este voto puede hacerse por algunos meses solamente; y, siendo un acto libre, puede limitarse su materia con consentimiento del director. Aún más: si la persona que hace el voto pertenece a una Orden religiosa, se requiere el consentimiento del superior, o, al menos, que no se oponga; es enseñanza común respecto a los votos hechos por religiosos.[16]
Despréndese de lo dicho que una vez emitido el voto de víctima, tomadas las cautelas que aconseja la prudencia, sería pecado mortal rechazar voluntariamente el sacrificio, si tal sacrificio habría de producir un bien notable o evitar un mal grave. Aunque sería pecado venial rehuir el sacrificio si se hiciese sin plena deliberación o si la materia del voto fuera de poca importancia.
¿Cuál es la perfección a que debe aspirar la persona que ha hecho este voto? Debe procurar que sus acciones, incluso las más comunes, sean una imitación de las de Cristo Víctima. Debe estar dispuesto incluso a aceptar cualquier sacrificio. Por consiguiente, debe considerarse como consagrada a la gloria de Dios, para satisfacer, en la medida posible, por las ofensas cometidas contra Dios (lo cual supone la perfección plena de la caridad, de las virtudes y de los siete dones, que no se da sino en la vida mística). Y así las personas que han hecho este voto deben aspirar constantemente a la santidad interior y exterior, cual conviene a una verdadera víctima. Con ese fin reciben la Eucaristía para poder llevar su cruz, en unión cada vez más íntima con Cristo Salvador. Estas almas deben vivir las palabras de San Pablo: «ayudaos mutuamente a llevar las cargas y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6, 2).
4. La ofrenda incesante
Pero aun sin el voto propiamente tal puede hacerse la oblación de sí mismo al Amor misericordioso de Dios, según la fórmula compuesta por Santa Teresa del Niño Jesús y aprobada por la Sagrada Penitenciaría el 31 de julio de 1923, con indulgencia plenaria al mes, para aquellos que la reciten todos los días:
«Señor, para vivir en un acto constante de perfecto amor me ofrezco en holocausto, como víctima, a tu amor misericordioso, suplicándote, Señor, que me consuma constantemente y te dignes derramar en mi alma tu misericordia, para ser de verdad víctima de tu amor. Ojala que este martirio me prepare para la vida eterna hasta el punto de que muera de amor y llegue al instante al abrazo de tu amor misericordioso.
Quiero, amado mío, renovar constantemente esta oblación en cada palpitación de mi corazón hasta que, traspasados los umbrales terrestres, pueda expresarte mi amor para siempre cara a cara».
O repitiendo, como enseñó Jesús a Concepción Cabrera de Armida: «con una intención de inmolación voluntaria: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”».[17]
Podemos, igualmente, pedir a la Santísima Virgen que Ella nos ofrezca cada día a su Hijo, según su prudencia maternal, que hará no nos sean enviados dolores superiores a nuestras fuerzas; que nos ofrezca en conformidad con su ardiente celo para que podamos dar a su Hijo todo lo que Él espera de cada uno de nosotros, hasta el día de nuestra entrada en la gloria. No es presuntuosa esta oblación hecha por intercesión de la Santísima Virgen; tendrá, además, toda la generosidad posible. Aún más: no es un voto que obligue bajo pecado ni siquiera venial, sino una simple ofrenda que equivale de algún modo en la vida práctica al voto de hacer lo
más perfecto para nosotros.
Hemos visto[18] como todo sacerdote viene llamado, según su propia condición al estado de víctima para ser configurado con Cristo haciendo la oblación: 1º de la Divina Víctima; 2º de sí mismo como víctima; y 3º de los sacrificios espirituales que junto con él y por medio de él hacen todos los bautizados; cosas que hace in persona Christi. De esto depende la esterilidad o gran fecundidad de su ministerio sacerdotal, como se ha demostrado recientemente en los sacerdotes que recluidos en los campos de concentración realizaron, a veces, un fructuosísimo apostolado siempre que aceptaron generosamente por Cristo y por las almas todas las contrariedades que les acaecían. La religiosa hace la oblación por razón de su bautismo y de su consagración como Esposa de Jesucristo. Los bautizados por razón de su bautismo.
¡Maravilla de las maravillas! Todo bautizado, lo sepa o no lo sepa, participa de toda y cada una de las Misas que se celebran en el mundo, algunos participan habitualmente (incluida en la caridad e imperfectamente en la fe informe), otros participan actualmente cuando por un acto elícito (= libre) se unen espiritualmente a la Misa que se celebra ahora, en un determinado lugar. ¡Tal vez se celebren alrededor de 400.000 Misas por día en el mundo! De ese tesoro participa todo bautizado en su grado y según sus disposiciones.
Pero, además, por otro título participan los religiosos y religiosas. Y también, además, los sacerdotes ministeriales que obran in persona Christi.
¡Maravilla de las maravillas! Un eco repetido y multiplicado, alegre y grave, profundo y cantarín como las aguas de nuestras acequias, infinito como la eternidad y puntual como el segundo, que ya llena veinte siglos de historia y anticipa plurales para el futuro. Eco grandioso que retumba en lo más alto de los cielos como una alabada, como una trompeta que llama a la batalla de la fe, en un martilleo ininterrumpido con mucho clangor, que sube allende las nubes con el fragor de una brama, como un trueno a la distancia rodando su peñón, produciendo ante el Trono de Dios y de la corte celestial un santo alboroto, atronador, estridente, pero más dulce que la miel de millones de panales.
El eco repite siempre, como las olas del mar: «…éste es mi Cuerpo…esta es mi Sangre…».
¡Maravilla de las maravillas! Me gusta imaginar que una gran orquesta de música suena grandiosamente, acompañando el holocausto de tantas víctimas espirituales a través de los siglos, saturando el mundo de los espíritus con sus vibraciones: clavicordios y címbalos, arpas y atabales, charangos, gaitas, balalaicas, zampoñas, violines, xilófonos, órganos, oboes, castañuelas, flautas, pífanos, chirimías, timbales, panderetas, tambores, campanas… de los cuales sube una música nunca escuchada en la mejor y mayor ópera del mundo, bajo el más Grande Director de todos los tiempos.
Y el eco de los siglos, dando gloria a Dios y salvando a la humanidad, repite: «…éste es mi Cuerpo…esta es mi Sangre…». Y miríadas de miríadas de ángeles y arcángeles hacen rondas de cristalina alegría, mientras que la multitud abigarrada e incontable de santos y santas, con ‘la antigua alegría de una tarde de oratorio’,[19] se une fervorosamente al culto de latría de la Santísima Trinidad. La Reina del cielo y la tierra mira complacida y los Doce Apóstoles, por medio de quienes se nos «ha dado la mesa de tu Cuerpo y de tu Sangre»,[20] miran jubilosos los frutos de su trabajo.
¡Maravilla de las maravillas! Que deberíamos ver, aún, en este mundo nuestro como dice el poeta:
Aún guarda de tu voz un eco el viento,
aún saben los caminos de tus huellas;
aún guardan en sus ojos las estrellas
fulgor de tu oración y arrobamiento.
Aún me dicen las aves del sustento
que tu Padre les da sin sembrar ellas;
aún se visten los lirios galas bellas
y exhalan el aroma de tu aliento.
Aún florecen mejillas como rosas
de niños que tu mano bendijera,
aún recuerda tu imperio el mar airado.
Te miraron con éxtasis las cosas,
Oh Maestro! al pasar la vez primera,
y aún dudan si te fuiste o te has quedado.
[1] M. L. SÁNCHEZ, Sposa, Madre e Apostola. Serva di Dio Concepción C. de Armida (Roma 1999) 26.
[2] El p. Raniero Cantalemessa, opfcap, la citó dos veces predicando a la Casa Pontificia el 12 de marzo de 2010. En www.cantalamessa.org [visitado 16-07-2011].
[3] Sposa, Madre e Apostola, 28.
[4] SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh, III, 79, 5.
[5] CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia «Lumen Gentium » (21 de noviembre de 1964), 34.
[6] Sposa, Madre e Apostola, 29.
[7] Sposa, Madre e Apostola, 29.
[8] Sposa, Madre e Apostola, 33.
[9] Sposa, Madre e Apostola, 30.
[10] Sposa, Madre e Apostola, 32.
[11] En la nota 54 se dice: «Es parte, en sentido causal, en las gracias que nos da el Hijo, porque está junto a Él, influyendo en cuanto mediadora que está junto a su Hijo. Es además ‘puerta’, porque está delante, como toda puerta, es decir, es principio, camino, medio, para el Padre».
[12] Obras de San Ignacio de Loyola (Madrid 1997) 367-368. Cita facilitada por la M. María del Cielo Leyes, SSVM.
[13] Sposa, Madre e Apostola, 33.
[14] R. GARRIGOU-LAGRANGE, O.P., La unión del sacerdote con Cristo Sacerdote y Víctima (Barcelona 2001) 104-108.
[15] Véase M. GIRAUD, Sacerdote y hostia, donde trata del voto de víctima. Asimismo en la obra del mismo autor sobre la vida religiosa: Del espíritu y vida de sacrificio en el estado religioso (Lyon, 1879, 20-81), principalmente el libro I, cap. 8, «Diversos grados de unión con Cristo víctima»; capítulo 9, «De la unión de Jesús en su oblación»; capítulo 10, «En su inmolación »; capítulo 12, «Asistencia maternal de María».
[16] Véase BILLUART, De virtute religionis. De Voto (Quiénes pueden hacer votos).
[17] Sposa, Madre e Apostola, 29.
[18] Ver más adelante el capítulo «Los “novios” de la cruz» (pp. 541-547)
[19] Cfr. ALESANDRO PASINI, Corriere della Sera, 23 marzo 2010, 50.
[20] Liturgia de las Horas, t. 1, CEA 1990, 1129.