Jesucristo, sumo sacerdote

[1]

El sacerdocio de Jesucristo

Desde que el hombre es hombre, hay sacerdotes sobre la tierra, al menos en su función fundamental que es la de ser mediador entre Dios y los hombres, especialmente por realizar el sacrificio.

Sacerdote es aquel que tomado de entre los hombres, en favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios (Heb 5, 1). El sacerdote es un puente de doble dirección: une a Dios con los hombres y une a los hombres con Dios. Es a partir de esta función esencial que al sacerdote se le dice «Pontífice», palabra que quiere decir «constructor de puentes», porque une las dos orillas del Creador y la criatura.

El sacerdote es consagrado para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados (Heb 5, 1). De ahí que la actividad principal del sacerdote sea ofrecer el sacrificio. Sin sacerdote no hay sacrificio, y sin sacrificio no hay sacerdote. Por eso, propiamente hablando, ni los judíos (en este tiempo), ni los mahometanos, ni la mayoría de los protestantes tienen sacerdotes, porque no tienen sacrificio. Sólo tienen personas que les enseñan: rabinos, ulemas o muslimes, predicadores o pastores, pero no sacerdotes.

Es elegido de entre los hombres para que tenga compasión de los hombres y no le den asco las miserias humanas: para que pueda compadecerse de los ignorantes y extraviados, por cuanto él también está rodeado de flaqueza, y a causa de su flaqueza debe por sí mismo ofrecer sacrificios por sus propios pecados, igual que por los del pueblo.[2] Si los ángeles fuesen sacerdotes no podrían compadecerse de los hombres.

No cualquiera puede ser sacerdote. El sacerdote debe ser llamado por Dios: ninguno se toma por sí este honor sino el que es llamado por Dios, como Aarón (Heb 5, 4). Por eso siempre debemos rezar pidiendo por el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, como nos enseñó el mismo Jesús: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies (Mt 9, 37-38).

Jesucristo, nuestro Señor, es el Sumo, Eterno y Único Sacerdote. Porque une en su divina Persona, segunda de la Santísima Trinidad, la naturaleza divina y la naturaleza humana, uniendo en sí mismo a Dios y al hombre, al hombre y a Dios.

Las principales características de Jesucristo, Sumo Sacerdote, son:

  • es hombre como nosotros;
  • es llamado por Dios, con juramento, a las funciones sacerdotales;
  • es consagrado con la plenitud de la unción de la divinidad misma;
  • es sacerdote santo;
  • es sacerdote inmortal;
  • es único en la historia del sacerdocio.

1-     Hombre

Porque debe ser mediador. No debe ser más que hombre, ni menos que hombre. Debe ser miembro del pueblo que representa, para poder ser intermediario -mediadorentre Dios y el pueblo. Dios no es sacerdote: No hay mediador de uno solo, y Dios es único (Ga 3, 20). El Hijo de Dios, el Verbo, se hace hombre para ser sacerdote. El fin de la Encarnación es la redención, que Cristo realiza por el sacrificio de la cruz.

Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo. Se asemejó a los hombres en todo menos en el pecado para que, habiendo sido probado en el sufrimiento, pueda ayudar luego a los que se ven probados: Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado (Heb 4, 15). Por eso debemos tenerle a Jesucristo una confianza absoluta y total: Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna (Heb 4, 16). ¡Es nuestro sacerdote!

Dice San Buenaventura: «En las mismas entrañas de la Virgen revistió los ornamentos sacerdotales para ser nuestro Pontífice».[3]

2-      Llamado

Tampoco Cristo se apropió la gloria del sumo sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy (Sl 2, 7). Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Heb 5, 5-6). Fue declarado por Dios Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec (Heb 5, 10).

Porque se trata de desempeñar funciones sagradas, especialísimas, únicas entre todas las funciones sociales. Si hubiese alguien que ejerciera a su antojo las funciones sacerdotales, no perseveraría en el sacerdocio mucho tiempo. Si alguien sin ser llamado se arrogase la investidura sacerdotal, sería un intruso y un usurpador. El sacerdote, por ser mediador entre el cielo y la tierra, debe ser grato en especial al cielo. Por eso Dios se reserva el derecho de elegirlo.

3-     Consagrado

Debe ser consagrado sacerdote. Como hemos dicho, Jesucristo fue consagrado sacerdote en el seno de la Virgen, porque allí se unió hipostáticamente, es decir, personalmente, la naturaleza humana con la persona del Verbo. Allí la humanidad de Cristo fue ungida por Dios con la divinidad del Verbo. El Verbo es el crisma sustancial, porque es sustancialmente Dios. Al tocar el Verbo la humanidad de Cristo, lo consagra y unge como Sacerdote Único, Sustancial y Total, porque es el único hombre que se ha puesto en contacto personal con Dios, que, íntima y totalmente, invadió su alma y su cuerpo, haciéndolo sacerdote esencial, desde el mismo instante de la Encarnación.

La ordenación sacerdotal de los ministros de Cristo es participación específica en el Sacerdocio de Cristo, por la que se da la destinación oficial y pública que capacita al sacerdote para ejercer

su oficio sacerdotal.

4-     Santo

La santidad adorna de manera esencial a Cristo Sacerdote: Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos (Heb 7, 26).

Santo: como ya lo había anunciado el ángel Gabriel a la Virgen María: el Hijo engendrado será santo (Lc 1, 35).

Inocente: podrá decir a sus enemigos: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8, 46).

Inmaculado: libre de pecado original y personal, incontaminado, que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados propios como aquellos sumos sacerdotes, luego por los del pueblo (Heb

7, 27).

5-     Inmoral

Nunca jamás morirá el sacerdote Jesús porque es inmortal: porque su sacerdocio es eterno. Todos los sacerdotes, de todas las jerarquías y de todas las religiones, han tenido que renovarse sin cesar. Jesucristo no, porque no muere. Murió una vez para consumar el sacrificio en la cruz, y, luego de la resurrección, por medio de sus sacerdotes, sigue ofreciendo el mismo sacrificio. El sacerdocio instituido por ley humana es mortal; el instituido por ley divina es inmortal; Cristo es Sacerdote de esta segunda manera: no por ley de prescripción carnal, sino según la fuerza de una vida indestructible (Heb 7, 16). Jesucristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre Él (Ro 6, 9), y tiene un sacerdocio perpetuo, porque permanece para siempre (Heb 7, 24).

6-     Único

Porque es sacerdote a semejanza de Melquisedec (Heb 7, 15). En otra parte el Padre le dice: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec (Heb 5, 6). Es decir que, como aquel Rey de Salem, Jesucristo es Rey y Sacerdote al mismo tiempo. Como aquél, no tiene genealogía, porque no tiene padre según la genealogía humana, ni madre según la genealogía divina: Sin padre, sin madre, sin genealogía de sus días ni fin de su vida, se asemeja en eso al Hijo de Dios, que es Sacerdote para siempre (Heb 7, 3). Como aquél, es Rey de justicia, porque es Dios, y como Sacerdote, vino a establecer la justicia entre Dios y los hombres, pagando en justicia lo que debíamos al Padre Eterno. Como aquél, ofreció pan y vino en la Última Cena, y lo sigue ofreciendo en cada Misa.

Jesucristo es un Sacerdote nuevo, porque sustituye (suprime) el sacerdocio del Antiguo Testamento, pero no lo sucede, es decir, no ocupa su lugar; más aún, no sólo no lo sucede, sino que lo interrumpe; y aún más, abroga -da por abolidoel sacerdocio levítico.

Así como es nuevo el Sacerdote, nuevo es el Sacrificio, nueva la Alianza que se sella con la nueva Sangre, nueva la reconciliación y la redención, que ya no son una simple figura, sino una realidad esplendorosa que nadie, nunca jamás, podrá destruir. Como dice San Ireneo, Jesucristo «al darse a sí mismo, ha dado novedad a todas las cosas».[4]

Los sacerdotes del Nuevo Testamento no sustituyen a Jesucristo, ni lo suceden, ni multiplican su sacerdocio, sino que son sus representantes, es decir, hacen presente a Cristo porque obran in persona Christi. Nadie hay en la Iglesia que sea sucesor de Cristo, porque es imposible sucederlo y, además, innecesario, ya que su Sacerdocio es eterno, vivo (Heb 7, 25), sin interrupción (Heb 7, 3), es decir, sin hendiduras ni cortes, sin fracturas ni grietas. Los sacer-

dotes del Nuevo Testamento son sucesores de los Apóstoles, y no de Cristo. Ni siquiera el Papa; él es sucesor de San Pedro, pero de

Cristo es sólo Vicario.

Las ovejas son sólo de Cristo. Por eso, Nuestro Señor, al encomendarle el rebaño a San Pedro, le dice por tres veces: Apacienta mis corderosApacienta mis ovejasApacienta mis ovejas. (Jn 21, 1517). En la Iglesia Católica, tanto los fieles como los pastores, son sólo de Cristo, quien por ellos derramó su Sangre.

Ellos también son:

  • Sacados de entre los hombres;
  • llamados por Dios para representar a los hombres en sus relaciones con Dios;
  • son consagrados y ungidos con el santo crisma;
  • deben ser santos según la ley de su vocación;
  • su carácter sacerdotal es de alguna manera inmortal porque es imborrable;
  • son a la manera de Melquisedec al ser una prolongación de la persona y del sacerdocio de Jesucristo, al ser sus representantes sobre la tierra,[5] al obrar en persona de Cristo. Son como la pupila de los ojos de Dios, o sea, a quienes les tiene máximo cariño: el que os toca a vosotros, toca a la niña de mis ojos (Za 2, 8).

[1] Nos basamos libremente en I. GOMÁ, Jesucristo Redentor (Barcelona 1933) 163-201.

[2] Cfr. Heb 5, 2-3.

[3] Tom. 9, 672.

[4] Adversus haereses, IV, 34, 1.

[5] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh, III, 22, 4; Catecismo de la Iglesia Católica, 1548.

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