Nada más grande que Jesucristo

[1]

1. Nada hay más grande en todo el universo que Jesucristo

La Encarnación tuvo como escenario un planeta pequeño, perdido entre millones de estrellas y miles de galaxias, pero, este planeta, por la encarnación, es el centro real del universo. La historia humana es como un drama, que no obstante la multiplicidad de hechos y de personajes, desenvuelve una sola idea: la salvación en Cristo, el Salvador.

Jesucristo, centro del universo cósmico, es también el centro del universo moral, el principio, el fin y la razón íntima de todas las vicisitudes humanas, porque él es la Cabeza de la humanidad redimida.

2. Nada hay más grande en Jesucristo que su sacrificio[2]

Dice Condren: «La obra maestra de Dios es Jesucristo y la obra maestra de Jesucristo es su Iglesia… Pero aquello que hay de más grande, de más santo y de más augusto en Jesucristo y en la Iglesia… es el Sacerdocio y el Sacrificio de Jesucristo»[3]. El Verbo Eterno, imagen perfecta del Padre y, al mismo tiempo, causa ejemplar de la creación, desde el momento en que se hace hombre, no puede no ser el ligamen (la atadura) entre Dios y lo creado, no puede no obrar como mediador.

Él es Sacerdote único, Sacerdote siempre, Sacerdote por todas partes (total), porque su consagración no fue un hecho pasajero y accidental, una unción recibida en uno de los días de su existencia, sino la misma Divinidad comunicada a la naturaleza humana asumida al comienzo de todos sus días.[4]

Por esto Jesucristo es esencialmente Sacerdote, y todas sus acciones fueron necesariamente sacerdotales:

-Él no puede pronunciar más que una palabra: una palabra de adoración reparadora;

-no puede realizar más que un acto: la oblación sacerdotal;

-una figura tuvo solamente en su alma: la cruz;

-un solo movimiento animó su existencia: la subida al Calvario.

En la vida de Jesús todos los hechos tienen una relación, no por convergencia casual, sino por interna finalidad al sacrificio de la cruz. En una frase misteriosa lo reveló san Lucas: Tomó Jesús la firme resolución de ir a Jerusalén (9, 51) (et ipse faciam suam firmavit ut iret Ierusalem): la actitud constante de toda su vida era de ir a Jerusalén: el Sacerdote tendía hacia su altar.

Para el interés histórico-profano no era más que una colina insignificante, que apenas sobresalía del nivel del suelo de Jerusalén; un montículo, en el fondo de un país perdido, fuera de los gran-

des caminos de la civilización; un drama de odio y de celos, de mezquindad y de crueldad, de gente que gritaba en una pequeña plaza empedrada; una condena como tantas otras, un minúsculo incidente que se pierde en el rumor de la fiesta pascual, que apenas si merecía una sola línea para los escritores de la época.

En realidad, a los ojos de Dios, el verdadero constructor de la historia, se trata del centro hacia el cual todo converge y del cual todo se irradia, es el hecho único que da, a todo el resto, su significado y su unidad.

En efecto, el sacrificio hacia el que se dirige la Vida de Cristo, es un poema de rigurosa unidad. Mientras que en los sacrificios paganos y judíos todos los elementos estaban separados, Cristo en su sacrificio los reduce a la unidad:

-en vez de innumerables oblaciones, una sola oblación;

-en vez de muchos animales sacrificados, una sola víctima;

-en vez de miles de sacrificadores, un solo sacerdote;

-en vez del dualismo irreductible de un sacerdote que no es víctima y de una víctima que no puede ofrecerse a sí misma, un sacerdote que es la víctima de su sacrificio: Sacerdote y Víctima, Sacerdote de su Víctima y Víctima de su Sacerdocio.

-en vez de la institución vicaria convencional e insuficiente, un solo sacerdote que, en su calidad de Cabeza, reúne en sí todos los hombres para ofrecerlos en un solo holocausto.[5]

El murmullo confuso de los antiguos sacrificios -figuras de la Pasiónen la cercanía del Gólgota se hacen clamor distinto: clamor que se quebrantó y calló en el silencio de la hora nona. En aquel instante se rasgó el velo del Templo y se cumplió la obra de nuestra redención: Mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados (Heb 10, 14).

Toda la religión del pasado y del futuro estaba contenida en el sacrificio de Jesús. La cruz, altar del mundo, se convierte -por el supremo acto de culto allí realizadoen la unidad religiosa del mundo: ara mundi, y por tanto, unitas mundi.

El protestantismo no ha comprendido bien este aspecto de la verdad y ha rechazado el sacrificio diario, y desde hace cuatro siglos grita que la Misa es una abominación, un atentado sacrílego al valor infinito de la muerte de Cristo. Pero el protestantismo no entendió que las obras de Dios son perfectas. Por la íntima solidaridad que rige entre la cabeza y los miembros era necesario que el sacrificio de la cruz, permaneciendo uno y absoluto, pasase a la trama cotidiana de la vida de la Iglesia, haciéndose extensivo a todos los tiempos y a todos los lugares sin multiplicarse.

Permaneciendo uno y absoluto, abarcando todos los tiempos y lugares, y siendo participado por todos los hombres de todas las eras de la humanidad, en el Santo Sacrificio de la Misa se perpetúa el doble gesto de la Encarnación redentora: un movimiento del Cielo a la tierra para la santificación de los hombres (movimiento descendente), y un movimiento de la tierra al Cielo para la glorificación de Dios (mediación ascendente).

Nada hay más grande en todo el universo que Jesucristo. Nada hay más grande en Jesucristo que su sacrificio.

No sólo es una y única la Víctima. No sólo es uno y único el Sacerdote. También es una y única la oblación.

En aquel momento culminante, en que el Salvador estaba en el vértice del Gólgota, en una mirada panorámica, iluminada por la visión beatífica, conoce -una a unatodas las oblaciones, todas y cada una de las transustanciaciones, que la Iglesia habría de hacer de su muerte expiatoria con el rito eucarístico, y todas ellas -también esta-, en bloque, las hizo suyas presentándolas al Padre.

En ese momento terminó para Cristo el status viae y se inició el status gloriae y, por tanto, aquella disposición suya alimentada continuamente con actos de ofrecimiento, se cambió en aquel instante, en un estado de permanente oblación (status oblationis perpetuus), casi cristalizado en la inmutabilidad participada de la Gloria: con esta disposición oblativa de su divino corazón, Jesús permanece presente sobre el Altar.[6]

De esta única oblación (de la cruz y del altar) participamos con renovada alegría cada vez que asistimos a la Santa Misa.


[1] Cfr. ANTONIO PIOLANTE, I Sacramenti (Roma 1959) 516.

[2] Cfr. P. PARENTE, De Verbo Incarnato (Roma 1955) 73-77.

[3] CH. DE CONDREN, L´idée du sacerdoce et du sacrifice de Jésus-Crist (París 1901) 39.

[4] Cfr. P. PARENTE, o. c.

[5] Cfr. SAN AGUSTÍN, De Trinitate, 4, 14; PL. 42, 901.

[6] Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, An Christus non solum virtualiter sed actualiter offerat Missas, quae quotidie celebrantur, in Angelicum, 19 (1942) 105-118.

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