La Santísima Virgen es la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, de Aquel de quien ya los profetas habían anunciado: Tú eres Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Sl 109, 4).
¿Por qué en la Sagrada Escritura aparecen referidas a Jesucristo
y por prolongación a nosotros, los sacerdotes ministeriales, que participamos de ese único Sacerdocio de Jesucristo, las palabras: Tú eres Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec? (Sl 109, 4).
En primer lugar, porque el Sacerdocio de Jesucristo no es del orden de Aarón, cuyo sacerdocio y sacrificios cruentos fueron abolidos al entrar en vigor la Ley nueva, la Ley del Evangelio que trajo Jesucristo Nuestro Señor. Por el contrario, el Sacerdocio de Jesucristo es como el sacerdocio de Melquisedec, que fue rey de Salem (es decir, de Jerusalén), y que ofreció un sacrificio incruento, que fue del pan y del vino, como se narra en el libro del Génesis (14, 18), sacrificio que es figura del sacrificio incruento eucarístico, donde se inmola Nuestro Señor bajo las especies de pan y vino.
En segundo lugar, para dar a entender que Melquisedec es sacerdote por vocación de Dios y no por herencia de familia levítica. Como dice el autor de la carta a los Hebreos: Melquisedec, sin padre, sin madre, sin genealogía (7, 3); por ese motivo, Melquisedec es modelo de todo sacerdote del Nuevo Testamento. Él, propiamente, ya no pertenece a ninguna familia, sino sólo a Dios.
En tercer lugar, porque es un sacerdocio eterno, como tipo y figura del sacerdocio de Jesucristo. Sigue diciendo el autor de la carta a los Hebreos: Melquisedec es sin principio de días ni fin de vida (7, 3). ¿Y qué significa eso de: «sin principio de días y sin fin»? Es un sacerdocio para siempre, un sacerdocio eterno; por tanto, estirpe y figura del único Sacerdocio de Jesucristo. Es de notar que en la carta a los Hebreos se nos habla de eterna salvación (5, 9), eterna redención (9, 12), eterno espíritu (9, 14), eterna herencia (9, 15), eterna alianza (9, 15).
A Melquisedec, el patriarca Abraham le dió una décima parte (el diezmo) de los mejores despojos (Heb 7, 2). Se muestra así la superioridad del sacerdote Melquisedec sobre el mismísimo patriarca Abraham, padre de los creyentes. Y por eso Melquisedec bendijo a Abraham, bendijo al que tenía las promesas. Ahora bien, está fuera de duda que el inferior es bendecido por el superior. Además, los que aquí reciben los diezmos son hombres mortales; mientras que allí uno de quien se afirma que vive. Y, por decirlo así, fue el mismo Leví quien, en la persona de Abraham, que recibe los diezmos, los pagó, porque aún no había nacido cuando le salió al encuentro Melquisedec (Heb 7, 610).
En cuarto lugar, quiere decir que se trata de un sacerdocio perfecto al cual no se le puede añadir, ni agregar, ni mejorar nada: Si la perfección se hubiese dado por medio del sacerdocio levítico, ¿qué necesidad de que se levantase otro sacerdote según el orden de Melquisedec? (Heb 7, 11).
Aarón era incapaz de ofrecer un don perfecto… Hoy sí, por manos de los sacerdotes que somos según el orden de Melquisedec, es ofrecido un don perfecto: el Sacrificio Eucarístico, memorial de la Nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo. Y esto no por poder de un precepto de una ley carnal, sino por un poder de vida indestructible (Heb 7, 16), es decir, con el poder que da la inmortali dad de Nuestro Señor Jesucristo, porque Jesucristo resucitado ya no puede morir, la muerte no tiene ningún poder sobre Él (Ro 6, 9). Por eso se nos enseña en Heb 7, 24: El sacerdocio de Jesucristo, en cambio, posee un sacerdocio inmutable porque permanece para siempre, y por eso mismo: Tú eres sacerdote para siempre.
Por todo esto, la dignidad del único sacerdocio de Jesucristo no lleva el sello de la imperfección o de la caducidad, sino que es eterna y por tanto, es un sacerdocio «mejor», como tantas veces se habla también, en la carta a los Hebreos, de mejor pacto (8, 6); mejor posesión (10, 34); mejor patria (11, 16); mejor resurrección (11, 35); algo mejor (11, 40); sangre que habla mejor que la de Abel (12, 24).
El sacerdocio ministerial participa, a su manera, de este sacerdocio «para siempre», de este sacerdocio «in aeternum».
Por el sacramento del Orden, los sacerdotes ministeriales recibimos fundamentalmente dos cosas: la gracia santificante y la gracia propia del Orden: el carácter sacerdotal. ¿Qué es el carácter? Lo dice el apóstol San Pablo en la segunda carta a los Corintios: Él es quien nos fortalece juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ha ungido, el cual nos ha sellado y nos ha infundido las arras del Espíritu en nuestros corazones (1, 2122). Así como en el bautismo, que también imprime carácter, o la confirmación, también el sacramento del Orden ha marcado con su sello (1, 22). Ese es el carácter sacramental, porque propio de este es marcar y sellar alguna cosa, dejando en el alma una señal indeleble que jamás puede borrarse y que le estará siempre adherida.
¿Cuál es la función del carácter sacramental, tanto en el bautismo como en la confirmación, como en el Orden Sagrado? Es carácter para dos cosas: en primer lugar, para ponernos en actitud de recibir, y en este caso, de hacer alguna cosa sagrada; en segundo lugar, para que nos distingamos unos de otros por alguna señal. En el sacramento del Orden que recibe todo sacerdote católico, el carácter sacramental nos da la facultad, la potestad, de hacer y administrar los sacramentos y de predicar la Palabra de Dios. Nos da de manera especial esos poderes tremendos sobre el Cuerpo físico de Cristo: transustanciar el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre; y el poder, también tremendo, de perdonar los pecados en su Nombre y con su Poder. A esta potestad se refiere el apóstol San Pablo en la carta a Timoteo: No seas negligente respecto a la gracia que hay en ti, que te fue conferida en virtud de la profecía con la imposición de las manos de los presbíteros (1, 14). En la segunda carta dirigida también a Timoteo, recuerda a todos los sacerdotes que sepamos reavivar la gracia que nos ha sido dada por la imposición de las manos el día de nuestra ordenación: Por esta causa te amonesto que reavives la gracia de Dios, que te fue conferida con la imposición de las manos (1, 6).
Ellos, un día y otro día, en la celebración de la Santa Misa le dirán al Padre celestial que «mire con amor» la ofrenda sacrificial:
«Mira con amor…», se dice en la Plegaria Eucarística primera; con eminente solemnidad se señalan los sacrificios de Abel, Abraham, y Melquisedec, no sólo porque eran figuras de la inmolación de Cristo, sino también por las disposiciones interiores que acompañaban su sacrificio: las disposiciones interiores que tenían Abel, Abraham y Melquisedec.